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Deforestación y pandemias: el verdadero lobo feroz que se esconde en el bosque

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Por Jorge Román y Ricardo Ortega
¿Qué relación hay entre la deforestación, los incendios forestales, el cambio climático y las epidemias? Muchas más de las que podría parecer a primera vista.
Tal como han destacado los reportes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático y numerosas investigaciones, el aumento global de la temperatura terrestre está produciendo alteraciones importantes del clima. Lo que ya se está viviendo son cambios en las precipitaciones, degradación de suelos, aumento de fenómenos climáticos extremos como tormentas y olas de calor y aridificación de algunas áreas. En varias regiones del centro y centro sur de Chile, la combinación de menos precipitaciones, más olas de calor y aridificación facilita el brote de incendios forestales (IPCC, 2018; Rojas et al., 2019; González et al., 2020; IPCC, 2020).
Lo más complejo de la situación es que estos factores no se suman, sino que se potencian mutuamente: la forestación y deforestación afectan de forma directa la temperatura superficial y la humedad ambiental a través del intercambio de agua y energía (IPCC, 2020). Es decir, si se continúa deforestando y cambiando el uso de suelos, se acelera el cambio climático, ocurren más incendios forestales y esto, a su vez, provoca la destrucción de más bosques y otros ecosistemas, lo que acelera aún más el cambio climático.
El reemplazo de bosque nativo por plantaciones forestales no es una solución ya que esto puede incluso magnificar el problema. Cuando la proporción de bosque nativo es menor a un 50% en el paisaje, se observa una mayor ocurrencia de incendios: a mayor cobertura de bosque nativo, el riesgo disminuye (González et al., 2020). El abandono de tierras agrícolas y su reemplazo por plantaciones forestales con especies de rápido crecimiento (como el pino insigne y el eucalipto) también incrementan el riesgo de incendios (González et al., 2020). Pese a ello, se debe tener claro que los incendios forestales se comportan de manera diversa dependiendo de las condiciones climáticas, vegetacionales y topográficas, del uso del suelo e incluso de los niveles culturales y el comportamiento de las comunidades en la zona (Castillo et al., 2013).
No debemos olvidar que los bosques son mucho más que árboles y arbustos: un bosque nativo es un ecosistema complejo en el que conviven especies vegetales, hongos, insectos, reptiles, aves, mamíferos y microorganismos como bacterias y virus, entre muchas otras. Esta biodiversidad interactúa de formas que aún no se comprenden a cabalidad, pero sí se tiene claro que la deforestación e incendios dificultan la perpetuación de estas especies y amenazan su existencia. Además, la biodiversidad no solo se ve amenazada por la reducción de la superficie de bosques: la fragmentación de estos ecosistemas y la creación de lindes abruptas, sin transiciones, también afectan negativamente en la capacidad de adaptación de las especies y la capacidad de recuperación del bosque (Otavo y Echeverría, 2017).
Pero, ¿por qué debería importarnos tanto la pérdida de biodiversidad? Porque cuando se altera el número de individuos de varias especies y el espacio en el que pueden desarrollarse, se facilita la proliferación descontrolada de algunas especies debido a que tienen menos depredadores o competidores, como insectos y hongos potencialmente dañinos para la agricultura y la ganadería. Y, peor aún, significa que podemos encontrarnos con microorganismos desconocidos con potencial epidémico.

Una sumatoria de probabilidades

En un editorial publicado por la revista de divulgación Scientific American, se destaca que las tres cuartas partes de los patógenos emergentes que han infectado a seres humanos provienen de animales. Y estos animales, a su vez, habitaban en bosques que son sistemáticamente quemados y talados por intereses comerciales o habitacionales (Editores de Scientific American, 2020). Mientras más ecosistemas son destruidos, contaminados o utilizados para otros usos (mineros, agrícolas, ganaderos o habitacionales), más facilidad hay de entrar en contacto con vida salvaje que podría cargar microorganismos dañinos para el ser humano, afirma el editorial de Scientific American. Además, esto reduce la biodiversidad, concentra un gran número de animales en espacios cada vez más reducidos —lo que facilita el intercambio de microorganismos y posibilita el surgimiento de nuevas cepas— y aumenta la probabilidad de que nos encontremos con nuevas y letales enfermedades zoonóticas (Editores de Scientific American, 2020; Cabello y Cabello, 2008).
El editorial se refiere principalmente a bosques tropicales, pero la preocupación puede extenderse a cualquier ecosistema rico en biodiversidad, como los bosques nativos chilenos. De hecho, aunque en Chile no hay grandes problemas con la malaria, el ébola, el zika o el dengue (al menos por ahora), sí hay riesgos humanos a causa de la enfermedad de Chagas, el hantavirus, la hidatidosis y la leptospirosis (Reyes et al., 2019). El crecimiento demográfico y el daño ambiental, entre otros factores, han facilitado la adaptación, transformación y multiplicación de estos agentes zoonóticos, que se han adaptado a nuevos hospedadores y ecosistemas (Reyes et al., 2019; Cabello y Cabello, 2008).
Aunque estas enfermedades pueden pasar de animales a seres humanos, aún no se ha dado el caso de que se transmitan masivamente de persona a persona. Pero podría ser solo una cuestión de tiempo el que ocurra un brote epidémico, según Aníbal Pauchard, director del Laboratorio de Invasiones Biológicas de la Universidad de Concepción e investigador principal del Instituto de Ecología y Biodiversidad. Las epidemias originadas por zoonosis, según él, son eventos que surgen a partir de una sumatoria de probabilidades: «Si seguimos […] degradando la naturaleza, entrando en un contacto que no es el adecuado con la naturaleza, sin bioseguridad, enfrentamos un aumento de estas posibilidades» (Pauchard, entrevista personal). De hecho, la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) estima que hay 1,7 millones de virus aún desconocidos en mamíferos y aves, de los cuales alrededor de 827.000 podrían, potencialmente, infectar a seres humanos (IPBES, 2020).
El hantavirus es probablemente uno de los microorganismos más preocupantes. Este virus puede provocar una enfermedad respiratoria severa conocida como síndrome cardiopulmonar por hantavirus, que tiene una mortalidad de un 40% (Täger et al., 2003). El principal vector de este virus es el ratón de cola larga (Oligoryzomys longicaudatus), aunque hay casos documentados de transmisión persona a persona (Martínez et al., 2005; Torres-Pérez et al., 2010). Las infecciones por este virus son mayores en las zonas andinas rurales de las regiones de La Araucanía, Los Ríos y Los Lagos principalmente (Täger et al., 2003; Torres-Pérez et al., 2010). Trabajar en la industria forestal genera un mayor riesgo de infección (Täger et al., 2003).

Salud y heterogeneidad del paisaje

De acuerdo con Juan Armesto, académico de la Pontificia Universidad Católica de Chile e investigador principal del Instituto de Ecología y Biodiversidad, las enfermedades zoonóticas no son una novedad, pero se mantuvieron al margen hasta que las poblaciones animales cambiaron en número y distribución, lo que las ha convertido en amenazas: «Pero la amenaza no es porque esos animales nunca hayan estado o esas enfermedades no hayan existido, sino porque el ambiente ha cambiado, el hábitat, y los animales se han podido multiplicar, crecer y ocupar nuevos ambientes». Con esto, su distribución se amplía y llega a cubrir zonas donde viven los seres humanos, en zonas rurales y en la interfaz urbano-rural, «con lo cual se extiende la amenaza» (Armesto, entrevista personal).
Pauchard explica que si tomamos en cuenta lo expuesto, los ecosistemas naturales, las zonas agrícolas, las plantaciones forestales, los pueblos y ciudades, así como la interfaz urbano rural, no pueden ser tratadas como entidades independientes: «Hay un juego entre la dinámica natural de los ecosistemas y cómo nosotros interactuamos con ellos» (Pauchard, entrevista personal).
Por ello, Pauchard menciona el enfoque One Health, según el cual la salud ambiental y animal están íntimamente ligadas a la salud humana: «Una salud unitaria que incluya la salud de animales, de las plantas, de los ecosistemas y de los seres humanos. Y la idea es que tengamos una visión mucho más global y holística de esto» (Pauchard, entrevista personal). El enfoque One Health, que es promovido por las Naciones Unidas, considera el hecho de que el ser humano no vive aislado del mundo, sino que convive con animales, vegetales, hongos y microorganismos. Es decir, la salud humana no depende solo de medicamentos para personas, hospitales y medicina, y enfocarse en un solo sector puede ser insuficiente para eliminar un problema. Por ejemplo, la mejor forma de prevenir la rabia en ser humanos es apuntar a los vectores animales de la enfermedad vacunando perros y controlando la población de murciélagos (World Health Organization, 2017). Asimismo, el abuso de antibióticos en la ganadería y la piscicultura va generando bacterias resistentes a antibióticos que después pueden transmitirse a las personas.
Sin embargo, hay enfoques más amplios de One Health, que postulan un vínculo inextricable entre la salud de los ecosistemas y la salud de los seres vivos, incluyendo los humanos. Esta visión integrativa está siendo abordada de forma creciente en la academia, la práctica clínica, las autoridades sanitarias, además del sector agropecuario y organizaciones internacionales (Zinsstag et al., 2011). De hecho, como hemos visto hasta ahora, muchos de los agentes con potencial epidémico son zoonóticos y, por lo tanto, se requiere de una vigilancia integral de la salud animal y humana para poder detectarlos y frenarlos a tiempo (Zinsstag et al., 2011).
Esta amenaza a la salud pública no se puede enfrentar solo con vigilancia: la degradación ambiental y la homogeneidad de los paisajes favorece la propagación de epidemias que pueden afectar no solo a los seres humanos, sino también a la agricultura, la silvicultura y la ganadería, afirma Armesto. De hecho, los paisajes homogéneos también favorecen la expansión de incendios forestales, lo que, a su vez, acelera la degradación ambiental y aumenta las probabilidades de esparcir patógenos desconocidos (Armesto, entrevista personal; Pauchard, entrevista personal; Galey, 2020; González et al., 2020; IPBES, 2020).
En cambio, los paisajes heterogéneos y la protección de ecosistemas nativos (con alta biodiversidad) frenan tanto las epidemias como los incendios forestales (Armesto, entrevista personal; Galey, 2020; González et al., 2020; IPBES, 2020). «A los seres humanos nos gusta la homogeneización. […] Nos gustan los ambientes que son predecibles», afirma Armesto (Armesto, entrevista personal). Sin embargo, es precisamente la heterogeneidad la que guarda un factor que nos permite sobrevivir. Es por ello que el enfoque One Health plantea que el desarrollo sustentable depende de la salud y el bienestar mutuos de la humanidad, los animales y los ecosistemas en los que coexisten: esta interdependencia social y ecológica puede ser entendida como «sistemas humano-ambientales» o «sistemas socioecológicos» (Zinsstag et al., 2011).
Entonces, ¿qué opciones tenemos como sociedad si queremos evitar o mitigar tanto nuevas pandemias como incendios forestales? Armesto sugiere una nueva política nacional de gran escala, en la que colabore la academia (en especial la comunidad científica que estudia la ecología chilena), las industrias forestales, agrícolas y ganaderas, la ciudadanía y, por supuesto, el Estado (Armesto, entrevista personal). De acuerdo con Armesto, debe ser una política nacional que incluya también ecosistemas que estén fuera de los parques, «porque si no vamos a perder patrimonio natural en cantidades» y se aboque a construir un paisaje heterogéneo, con enfoque de sistema socioecológico que pueda proyectarse varias décadas hacia el futuro y no limitarse a los beneficios de corto plazo.

Referencias

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